La gran tentación es recurrir a nuestro yo interno idealizado. Ese “yo” que nos han enseñado como correcto, como eficaz, como querible, como aceptable, como deseable, como sociable y como antesala de un éxito previsible (aunque ese éxito sea el modelo de los que enseñan y no el propio).
Todos sabemos, más o menos, cómo “deberíamos ser”. Lo recordamos en las palabras más cariñosas de nuestra madre, en las regañinas más severas de nuestro padre, en la mirada crítica de nuestra maestra y en el abrazo de premio de nuestros seres queridos cada vez que acertamos al hacer aquello que todos querían que hiciésemos…
Renunciar al "YO IDEAL"
Para bien y para mal, somos quienes somos. No somos los que hubieran querido algunos, los que necesitaban otros, los que esperaban muchos y los que hubieran aplaudido la mayoría. No somos, por mucho que nos pese, los que fuimos en otro tiempo y, como es lógico, no llegamos a ser, por lo menos todavía, los que seremos en el futuro. Somos, los que somos.
Este yo, al que llamaremos el “yo real” para diferenciarlo de aquel otro yo idealizado, está lleno de defectos y de excesos, que se hacen evidentes al compararlo con aquel, y que, naturalmente, de entrada me conectan con mis propias demandas y abren la puerta de mis conocidos diálogos internos:
—¿Por qué no ocuparme de ser como debería?
—¿No es esa la manera de ser el mejor yo que puedo ser?
—¿Por qué no esforzarme un poco?
—Puede que el esfuerzo no sea placentero, pero el fin justifica los medios.
—Si me ocupo durante un tiempo de cambiar lo que debo cambiar, disfrutaré más tarde del placer de haber conseguido mi objetivo.
—Después de todo, yo sé, como muchas veces se ha dicho, que soy potencialmente capaz de hacer todo lo que me propongo...
La respuesta es imposible porque el problema está en el mismo origen de las preguntas. La comparación entre el yo real y el yo ideal generará siempre una conciencia de déficit y una insatisfacción con lo que realmente soy. El primer escape de ese incómodo sentimiento será el de pedirme, imponerme y exigirme el esfuerzo de transformarme en aquello que debería ser y no soy.
¿Debemos empeñarnos en ser diferentes?
Es un esfuerzo condenado al fracaso, claro, porque nadie puede dejar de ser quien es y mucho menos ser auténticamente quien uno no es. Una conducta íntimamente defendida por aquellos que creen que el esfuerzo es lo único que da valor a los logros, y avalada por miles de años de imponer a otros y a uno mismo el parecerse a modelos prefijados de cómo está bien y cómo está mal ser.
Si prescindimos de ese yo ideal, desaparecerá la insatisfacción de ‘no ser como’, terminarán las recriminaciones y el esfuerzo de tratar de ser diferente.
Un camino que lleva a la lógica frustración crónica, al autoreproche permanente y al esfuerzo denodado de quienes siempre nadan contra la corriente porque alguien les ha enseñado que es la única forma en la que vale la pena avanzar. Permanente frustración, insatisfacción con uno y menosprecio de la propia vida, autoexigencia permanente y desvalorización de cada pequeño logro… ¿reconoces los síntomas?
Consecuencias del perfeccionamiento: la baja autoestima
Usualmente se los llama “baja autoestima”; técnicamente, “egodistonía”; psicológicamente, “esfuerzo neurótico de tratar de parecerme al que, según me dijeron, debía ser yo si pretendía ser querido”.
Lamentablemente, la patología no termina allí, porque una de las consecuencias de la baja autoestima es, por fuerza, el deterioro de la imagen que uno tiene de sí mismo, con lo cual la distancia que me separa de lo que debería ser se vuelve cada vez mayor, aumentando la exigencia, la insatisfacción, el esfuerzo… y el círculo vicioso se cierra.
Somos mejores cuando nos esforzamos menos
La paradoja es siempre sorprendente. Al dejar de querer ser mejor, comienzo a ser mejor y mejor y, sin pretenderlo, termino una y otra vez llegando más lejos del lugar al que quería llegar, sin haberme esforzado por hacerlo. Con el solo gasto de poner mi corazón al servicio de crecer, amar y aprender.
Comprenderé entonces el sentido último y creativo de este ser mejor cada día. Entenderé que mi única referencia soy yo mismo, y que el sentido de la comparación nunca es con el afuera, con los demás, con los otros.
Mi única referencia soy yo mismo, no los demás. Por eso, ser mejor persona cada día significa ser mejor hoy de lo que era ayer, sin metas idealizadas.
Tu mejor versión ya está en tí
Durante muchos años George Gershwin, autor de la célebre Rhapsody in Blue, quizá el más grandioso músico y compositor de los Estados Unidos, trabajó como pianista en locales de poca monta. Unas veces con un mínimo reconocimiento, otras sintiendo un franco desprecio por lo que hacía, en muchos sentidos adelantado a su época.
Finalmente, el reconocimiento llegó y Gershwin comenzó a ser valorado y aplaudido. Un reconocimiento que pronto se transformó en una buena cantidad de dinero en su cuenta bancaria. Según él mismo cuenta, Gershwin llevaba un control concienzudo de sus ingresos.
Toda su vida había planeado cruzar el Atlántico para estudiar, aunque fuera solo por unos meses, con su maestro más admirado: el compositor francés Maurice Ravel. Finalmente, los números que figuraban en su saldo le hicieron saber que, por fin, su sueño tenía posibilidades de convertirse en realidad. George Gershwin canceló sus conciertos y se embarcó con destino a Europa. Una vez llegó a Francia, después de mover contactos y vínculos, consiguió entrevistarse con Maurice Ravel.
–Maestro –se dirigió a él, besándole literalmente las manos–, mi nombre es George Gershwin. Vengo desde los Estados Unidos para pedirle que me dé aunque sea un par de clases… Por favor, Maestro.
–¿Por qué? –preguntó Ravel. – Porque lo admiro, Maestro –dijo el joven–. Toda mi vida he soñado con ser como usted. –Qué idea más tonta –dijo el músico francés–. ¡Por qué quieres conformarte con ser un Ravel mediocre, si puedes llegar a ser un excelente George Gershwin!
Ahora cierra los ojos y plantéate: ¿Para qué quieres ser un mediocre “como deberías ser” si puedes ser un excelente tú mismo?
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